RENTA BÁSICA DE CIUDADANÍA Y ECOLOGÍA POLÍTICA

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Florent Marcellesi
Ponencia para el IX Simposio de la Red Renta Básica, 21-11-09, Bilbao

Antes de entrar en los detalles de esta ponencia, me gustaría recalcar que me alegra ver en este simposio el interés en vincular la renta básica de ciudadanía (RBC de ahora en adelante) con la ecología política. A pesar de ser la “ecología política” un término muy desconocido en España, se nos olvida que las organizaciones ecologistas en toda Europa han estado y están en la primera fila de las fuerzas sociales y/o políticas que han mostrado en los países industrializados un interés manifiesto por la RBC (Van Parijs y Vanderborght, 2006: 115-118).

En segundo lugar, me gustaría dejar claro los dos términos del título, empezando por el menos famoso.

Una breve definición de la ecología política:

“Un movimiento en el cual la política signifique el poder de amar, el poder de sentirnos unidos en la nave espacial Tierra”, Petra Kelly definió la ecología política como una herramienta radical y holística de transformación social. Por lo tanto, a pesar de que en el Estado español queda a menudo reducida a uno de sus componentes como es el ecosocialismo, la ecología política se entiende como un sistema de pensamiento político global y autónomo que responde a unas necesidades históricas concretas. Frente a la crisis ecológica y de civilización, se autodefine como una nueva matriz transformadora para que la especie humana se proteja de sí misma y sobreviva en condiciones decentes para todos hoy y mañana. Se convierte así en la «nueva esperanza» para el siglo xxi, lo que conlleva asumir sin complejos la ecología política para referirse a la complejidad del mundo y a las nuevas fuerzas transformadoras (Lipietz, 2002).
De forma resumida, la ecología política se puede entender como antiproductivismo, búsqueda de sentido y radicalidad democrática.
Primero como antiproductivismo, ya que al constatar la crisis socioecológica planetaria que ha provocado, se opone al postulado que convierte el crecimiento —caracterizado por una producción y un consumo de masa—en el motor del bienestar y en un objetivo intrínsicamente bueno.
Segundo como búsqueda de sentido, porque la ecología política plantea cuestiones de gran calado para las sociedades industriales, al poner en duda la centralidad de la oposición capitalistas/trabajadores y al preguntar ¿para qué y por qué producimos?.
De hecho, desde una perspectiva ecologista fuerte, no supone diferencia apreciable quién posea los medios de producción, «si el proceso de producción en sí se basa en suprimir los presupuestos de su misma existencia» (Dobson, 1997: 55).
Tercero como radicalidad democrática porque se trata de una filosofía y un pensamiento de la acción que pretende aumentar al máximo la autonomía de los seres humanos y no humanos. Más aún, como lo teoriza el filósofo ecologista André Gorz (2006), la ecología política pasa a ser, a través de la crítica de la técnica —símbolo de la dominación de los seres humanos y de la naturaleza— “una dimensión esencial de la ética de la liberación.”

Una breve definición de la renta básica de ciudadanía

Creo que no sorprenderé a nadie definiendo la RBC como un ingreso para la ciudadanía, universal e incondicional, que dota a toda persona beneficiaria
de la posibilidad de satisfacer las necesidades básicas para llevar una vida digna.
Es universal porque es para todos y todas, ricos y pobres, parados y asalariados,
jóvenes y ancianos. Es incondicional porque no depende de la situación del individuo, pues lo recibe por el simple hecho de existir. Además de ser una herramienta
potente de lucha contra la pobreza, afecta también a muchos otros aspectos de la sociedad: rompe transversalmente muchas de las cadenas que atan a sus individuos y que impiden el avance hacia un modelo más justo, solidario y saludable y permite
reorientar el proceso de producción hacia bases ecológicas (Jóvenes Verdes, 2007).
A nivel práctico, la RBC es también —como lo apunta Ramiro Pinto— una necesidad para el ecologismo que ha de tener “una proyección económica, no sólo social y política, (…) mediante una medida que afecte a la producción, al consumo, a la inversión y al salario [para hacer] viable, y por lo tanto realidad, el desarrollo sostenible.”(2006)
Tomando como puntos de partida estas dos definiciones, veremos que desde el prisma de la ecología política podemos entender la RBC como una herencia de la riqueza social y natural, como una reconversión e inversión para las generaciones futuras, como una forma de redefinir el concepto de riqueza y de la actividad, y como una herramienta para la liberación de las nuevas fuerzas productivas.

La RBC como herencia de la riqueza social y natural

“Somos hijos e hijas del maíz”. Reivindicación zapatista

En 1935, Jacques Duboin, desde la economía distributiva, ya argumentaba lo siguiente:
“El ser humano posee el derecho a la vida porque lo hereda de las leyes de la naturaleza. Por tanto tiene derecho a su parte de las riquezas del mundo. (...) Todos tenemos el derecho de beneficiarnos de los descubrimientos de nuestros predecesores. Por tanto surge este segundo principio: el ser humano es el heredero de un inmenso patrimonio cultural donde los progresos técnicos no son más que una obra colectiva perseguida durante siglos por una multitud de investigadores y trabajadores, asociados de forma tácita hacia la mejora continua de la condición humana”.

En base a esas premisas e incluyendo las aportaciones de la justicia ambiental, la asociación ecologista Jóvenes Verdes retoma el testigo de este análisis y plantea que:
“Siendo el conocimiento adquirido a través de los siglos y patrimonio de todos/as, también lo deben de ser sus réditos. Este conocimiento así como el usufructo de la Tierra no han de ser privatizados por unos pocos, sino que ha de repartirse entre todos los individuos, herederos del saber colectivo. Concebimos pues un modelo de sociedad donde todos sus miembros se beneficien de la riqueza producida, de los bienes comunes y de los recursos naturales” (Jóvenes Verdes, 2007).

Dicho de otra manera, la RBC equivale a una puesta en común de la riqueza natural y de todas las riquezas socialmente producidas. Por ser patrimonio de todos y todas, esta “renta” adquiere por tanto el carácter de un derecho básico y fundamental de cada ciudadano. De la misma manera el economista Guibert (2002) justifica desde el ecologismo la RBC al considerar que la etapa siguiente en la profundización y el perfeccionamiento del derecho al empleo consistirá seguramente en una renta social de existencia incondicional, universal, de nivel suficiente para asegurar a cada cual el derecho fundamental a la vida. A su entender, ya no se puede definir de forma negativa la renta como una ganancia que no tiene relación ni con la cantidad de tiempo, ni con la cantidad de capital. Al contrario propone definirla de manera positiva como una relación de distribución que reconoce socialmente las cualidades y competencias incorporadas por herencia, formación y aprendizaje.

Una RBC, como reconversión e inversión para las generaciones futuras

“No heredamos esta tierra de nuestros antepasados, la tomamos prestada para nuestros hijos” Proverbio Sioux

La persistencia de una economía caracterizada por el crecimiento ilimitado y el hiperconsumo ha provocado la crisis ecológica y social de las sociedades industriales que se sustentan en la producción de riqueza material, el pleno empleo y el trabajo pagado principalmente bajo forma asalariada (Marcellesi,
Sanjuán, 2008). Este productivismo, como sobrevalorización de la acumulación y la idea de que un aumento de los bienes materiales a través de la sociedad asalariada aumenta la felicidad, representa para el movimiento ecologista una concepción del ser humano peligrosa para su propia supervivencia.
Como lo planteaba Hannah Arendt, la sociedad asalariada es básicamente una sociedad de consumo que pasa de la producción para satisfacer las necesidades al consumo para dar trabajo a los asalariados y hacer funcionar las industrias. Así Harms (2009a) tiene razón en afirmar que, hoy en día, “no trabajamos para producir (productos y servicios socialmente necesarios) sino producimos (productos y servicios que en realidad no necesitamos y que cuya comercialización nos cuesta cada vez más) para trabajar.” Es esta característica de la sociedad industrial del trabajo asalariado en torno a un supuesto triángulo virtuoso «producción, empleo, consumo» (Roustang, 2003) que la ecología política cuestiona de raíz.
Por un lado, resulta evidente que al fomentar políticas que activan cada vez más el hiperconsumo, estamos superando la capacidad de regeneración y de asimilación de los ecosistemas e impidiendo un reparto social y ambiental justo de los recursos naturales dentro de una misma región y entre el Sur y el Norte4. Ante tal huida hacia delante del sistema productivista que vulnera la superviviencia de la especie humana y nos aboca a un colapso ecológico mundial, es necesario reflexionar sobre la cuestión fundamental de la orientación de la producción que introduce la ecología política: ¿para qué? y ¿por qué estamos produciendo? (además del ¿cómo?).
Si seguimos subordinando la actividad humana a la lógica del desarrollo de las necesidades promovida por la sociedad de consumo5, incluso si se transfiriera la propiedad de los medios de producción al Estado o al conjunto de los individuos, hipotecaríamos cualquier posibilidad de evolucionar hacia un sistema sostenible.

Así una sociedad ecologista debe romper con un sistema productivo y laboral que promociona de forma indiscriminada el consumo a través de cualquier tipo de empleo y cualquier tipo de producción.
Para la ecología política, no se puede separar el trabajo y sus herramientas, sus condiciones, sus medios de producción, su forma de entender la realidad y el entorno, el largo plazo, etc.. Hay una unidad entre los fines y los medios, entre los productores y los consumidores. De esta manera, la solidaridad espacial, intra e intergeneracional —así como la ética ecológica— hace imposible que se siga apoyando de forma
cortoplacista algunos sectores económicos por la simple razón de defender el empleo. Al contrario, se trata de diseñar nuevas políticas con criterios socioecológicos que permitan romper los viejos esquemas que oponen el antiproductivismo al trabajo (véase por ejemplo Bermejo, 1994).
En esta senda, además de una descolonización del imaginario colectivo para un cambio de nuestro sistema de necesidades hacia una sociedad que sepa vivir mejor con menos (Latouche,2009; Sempere, 2009), significa promover nuevas políticas de la renta y de redistribución. Se trata de favorecer la reconversión ecológica de la economía y el decrecimiento de la huella ecológica hacia sectores vinculados a la economía sostenible, y en general todos los sectores que luchan contra el cambio climático y que promueven una sociedad posfosilista.
En otras palabras, una política de la renta —como la RBC que es una subvención indirecta a actividades ecológicas y sociales— que se inscriba en el largo plazo y tenga en cuenta nuestra responsabilidad hacia la naturaleza y las generaciones futuras.

Una RBC hacia otro concepto de riqueza y del trabajo

«El verdadero producto del proceso [económico] es un flujo inmaterial: el placer de la vida». Nicholas Georgescu-Roegen

Por otro lado, el modelo actual de desarrollo basado en la producción y consumo de masa sigue equiparando el bienestar de las personas con una creciente acumulación material. Muestra de ello es que el cálculo actual de la «riqueza de la nación» continúa realizándose a través del cálculo del producto interior bruto (PIB), herramienta parcial que sólo suma las riquezas llamadas productivas y no el conjunto de las riquezas sociales y ecológicas (Marcellesi, 2007a, 2008). Como lo analiza Méda (1995), a partir del siglo XIX, el trabajo como factor de producción es lo que crea riqueza. Trabajo significa de ahora en adelante trabajo productivo, es decir trabajo ejercido sobre objetos materiales e intercambiables, a partir de los cuales el valor añadido es siempre visible y medible. Desde el origen, a través del derecho y de la economía, el concepto de trabajo es material, cuantificado y mercantil. El trabajo pasa a ser la nueva relación socio-económica que estructura la sociedad.
Esta centralidad del trabajo productivo explica que el cálculo del PIB excluya actividades de otro índole, que sin embargo son externalidades positivas necesarias al buen funcionamiento de todos los sectores productivos y del bienestar de la sociedad y de sus componentes en general. Al poner el trabajo en el centro de la economía, la “dictadura del PIB” olvida que la sociedad tiene otros fines que el crecimiento y que el ser humano tiene otros medios de expresarse que la producción y el consumo.
Además, según los preceptos de la economía ecológica, un subsistema no puede regular un sistema que lo engloba. Dicho de otra manera, la regulación del sistema vivo no se puede realizar a partir de un nivel de organización inferior como es la economía, que actuaría con sus propias finalidades. La economía es un componente integral de la sociedad, ella misma subsistema del ecosistema global. Por lo tanto, el mercado (y más aún el “mercado laboral”) —que no es más que una parte de la economía— no puede imponer su modo de funcionamiento al resto de los niveles superiores. De forma análoga, el trabajo llamado productivo no puede pretender representar el conjunto de las actividades humanas necesarias para el desarrollo personal y colectivo de una sociedad en armonía y equilibrio con sus diferentes componentes y la naturaleza.

Dicho de otra manera, y siguiendo los pasos de John Maynard Keynes, para quien el arte y la cultura debían primar in fine, las actividades culturales, políticas, familiares, artísticas, asociativas, voluntarias, lúdicas,etc., a pesar de no ser —siempre— remuneradas, ni siempre reconocidas socialmente (como puede ser la actividad doméstica, en gran parte a cargo de las mujeres), también son fuentes central de riqueza social, ecológica y colectivas. Son formas de trabajo que contienen valor, y que son un elemento para la reproducción de la sociedad y un sustento imprescindible del conjunto productivo. En este marco que supera lo puramente cuantitativo, material y mercantil, es necesaria una política de la renta que permita reconocer la aportación fundamental de todas las actividades a la riqueza global y dejar la oportunidad a cualquier individuo de ejercerlas con total libertad. Mientras la presión social y el poder de las empresas permitan la aceptación resignada de trabajos precarios, poco estables y mal pagados, la RBC permite a las personas escoger sin ninguna obligación ni coacción su actividad cuya finalidad asumen plenamente.

Una RBC como liberación de las nuevas fuerzas productivas

“Cada pancarta que proclama “queremos trabajo”, proclama la victoria del capital sobre una humanidad esclavizada de trabajadores que ya no son trabajadores pero que no pueden ser nada más.” André Gorz (1997: 90)

Ante tal centralidad del valor trabajo en la sociedad, la ecología política propone dar la vuelta a la diana “producción-trabajo”. Tal y como plasmado durante los “Estados generales belgas de la Ecología política” (1997), pretende “abolir el trabajo entendido como recurso para ganar su vida (con el riesgo de perderla) y valorizado como emancipación personal.” Así, además de entrar en contradicción con el capitalismo dominante, el movimiento verde siempre se ha opuesto dentro de los movimientos transformadores a los sindicatos y las izquierdas productivistas que hacen del empleo salariado la institución socializante una vez acabada el currículo escolar (Gleizes, Zin, 2002). Se erige en contra del discurso social dominante que exalta el lugar central ocupado por el ‘trabajo-empleo’ y ‘trabajo-mercancía’ , invenciones del capitalismo industrial e instrumentos de la explotación (Marcellesi, 2007b).
En esta situación, donde los mecanismos de protección social se basan en la vuelta, tarde o temprano, de los individuos al mal llamado “mercado laboral”, forzándoles a trabajar sin que importen las condiciones sociales y ecológicas (los famosos working poors), la ausencia de un sueldo y de un trabajo casi siempre desemboca en un proceso de frustración personal y exclusión social. Además, como lo recuerdan Gleizes y Zin (2002), es triste constatar que la valorización del trabajo como forma de socialización de los individuos se ha impuesto realmente a través del paro de masa, es decir de forma negativa. Dicho de otra manera, para el nuevo ejército de desempleados y precarios que va generando el sistema —el llamado ‘precariado’, consecuencia de esta nueva situación—, sólo queda la triste elección entre la socialización identitaria mediante el trabajo-empleo y la caída en la desesperación del no-ser (Gorz, 1997).
En la línea del pensamiento del filósofo Gorz, el movimiento ecologista suele rechazar el pleno empleo y el salario para todos y todas como metas a alcanzar. Refiriéndose a las utopías de los primeros sindicatos para quienes era evidente que un “buen trabajo” no se podía subordinar al capital y que tenían por tanto en sus objetivos la abolición de la sociedad asalariada, plantea que la transformación técnico-
económica en curso —que hace posible que la riqueza aumente a la vez que reduzca el volumen de trabajo—hace imposible el restablecimiento de una situación de pleno empleo. En este sentido, Harms(2009b) afirma que la reciente crisis económica no representa un fallo del sistema económico, sino que lo que nos falla es nuestro modelo de organización social, basado en exclusiva en un único mecanismo: el empleo.
La dependencia de él como único mecanismo para la distribución de la renta se ha convertido en la principal causa de la crisis. Ante tal situación y como consecuencia de una necesaria superación del “trabajo-empleo”, muchos voces de la ecología política plantean que el concepto de “plena actividad” tendría que sustituirse al de “pleno empleo” (Marcellesi, Sanjuán, 2008), abriendo la puerta a una renta desconectada de la actividad en el mercado laboral.
Esta idea se sustenta además en la necesidad de dar un giro copernicano a nuestra concepción de la renta. En un mundo donde el trabajo se remuneraba a tiempo vencido, se podía creer que el trabajo se reducía al esfuerzo físico. Hoy en día, resulta bastante complicado calcular la aportación de cada cual en un sistema donde la productividad depende al completo de la productividad global de la empresa por una parte y, por otra parte de la formación, de la experiencia, de la historia de cada cual. Querer mantener una cierta proporcionalidad de la renta al trabajo, es mantener una visión a corto plazo incompatible con la sostenibilidad y una lógica de inversión, de innovación y de formación (Gleizes, Zin, 2002). Sin embargo, aunque el tiempo de trabajo haya dejado de ser la medida de la riqueza creada, los sistemas de redistribución y el imaginario colectivo continúan girando de forma paradójica y contradictoria en torno a él (Marcellesi, 2007b). Así, si postulamos que hemos entrado en una economía del conocimiento, las fuerzas productivas decisivas como la inteligencia, el saber y la creatividad ya no se asimilan a categorías clásicas como el trabajo o el capital. No es posible medir el trabajo que ha sido gastado a la escala de la sociedad para producir el “valor conocimiento”. Más aún, la mismísima ley del valor se encuentra cuestionada ya que, gracias al papel de las nuevas tecnologías y a un coste de reproducción casi nulo, el valor de cambio de estos nuevos bienes cognitivos tienden hacia cero. A través de este análisis, el trabajo no tiene relación con la renta o el salario, o muy poca, en contra de lo que afirman la mayoría de los marxistas (Gleizes, Zin,2002).
Asimismo se propone desconectar el trabajo del derecho a tener derechos mediante una nueva política de la renta adaptada a la nueva situación socio-técnica y al nuevo modo de producción cognitivo. De manera general y en plena “perestroika del capitalismo” (Pinto, 2003), este planteamiento ecologista aboga por una reforma radical del sistema de redistribución heredado de la sociedad industrial e incompatible con el post-fordismo. Se trata de fomentar la economía en redes, la gratuidad, las actividades cooperativas, los trueques, las monedas locales, etc. y permitir la discontinuidad del trabajo sin sufrir discontinuidad de la renta para financiar las formaciones,las reconversiones, los permisos sin sueldo y excedencias, las enfermedades, etc. Es una forma de reconocer que la producción es esencialmente el hecho del individuo en su globalidad (la fuerza de trabajo, la fuerza física y la subjetividad): es una apuesta en la persona y una inversión en su futuro.
Asimismo, en la era de lo inmaterial donde lo esencial ya no es la “fuerza humana de trabajo” sino la “fuerza invención”, se trata de conseguir la liberación de las nuevas fuerzas productivas, paso imprescindible para una economía cognitiva en redes que exige cada vez más formación, movilidad y creatividad.
Es el sentido de la mutación cultural de los movimientos ecologistas donde domina la lógica de la libertad, de la autonomía y de la libre producción del individuo. Además de suponer una liberación del “trabajo-empleo”, esta apuesta se hace basándose en la hipótesis de que en promedio las actividades autónomas agreden menos el medio ambiente y escatiman menos los recursos naturales que las actividades públicas o mercantiles. Partiendo de esta premisa, las medidas de promoción de la esfera de la autonomía se pueden entender como una contribución a la sostenibilidad o un camino hacia un modo de vida que se pueda generalizar al conjunto de la humanidad.
Para conseguir este “éxodo fuera de la sociedad del trabajo” y de la heteronomía como sistema dominante, el movimiento ecologista propone una inversión masiva en la esfera de la autonomía, lo que pasa, en palabras de Van Parijs, por la “renta básica universal e incondicional, la más simple, la más sistemática, la más igualitaria de las medidas para promocionarla”.
Sea cual sea su modo de financiación (IRPF, IVA, ecotasas, Tasa Tobín, etc.), añade que la RBC no es nada más que una subvención a la esfera autónoma alimentada por una punción sobre el producto de la esfera heterónoma (Van Parijs, 2007, 90-91).

A modo de conclusión, un resumen práctico de la RBC desde la necesidad ecologista.

a) La RBC es un derecho ciudadano fundamental.
La RBC equivale a una puesta en común de la riqueza natural y de todas las riquezas socialmente producidas. Por ser patrimonio de todos y todas, esta renta adquiere por tanto el carácter de un derecho básico y fundamental de cada ciudadano. Así por razones de justicia social y ambiental, es imprescindible proteger al conjunto de los ciudadanos (independientemente de su nacionalidad) y no principalmente a las personas asalariadas quienes han conseguido un empleo en el mercado. Por el mero hecho de existir y de ser parte de la especie humana, la sociedad solidaria debe garantizar una renta a toda su ciudadanía.

b) La RBC reconoce el trabajo no remunerado que hay en la sociedad y sin el cual no habría ningún sector productivo (público o privado). Esta riqueza se produce en su mayoría a través del trabajo no remunerado y considerado hoy como no productivo.
El voluntariado, el trabajo doméstico (el reconocimiento de la contribución de las mujeres es central), las realizaciones de actividades culturales, artísticas, deportivas, lúdicas, familiares y el simple disfrute del tiempo libre... son la base real de una sociedad sostenible del bienestar.

c) LA RBC asegura que cada individuo pueda elegir libremente su modo de vida.
El desempleo, los bajos salarios, el precio de la vida, la precariedad, la pobreza, la exclusión social, la competencia a ultranza, el “valor trabajo” en la centralidad cotidiana, etc. son factores que van en aumento y someten al ciudadano al yugo de la explotación laboral, los abusos, la desprotección, coartando así su
libertad real y su capacidad de ejercer sus derechos.
La RBC rompe esta dinámica al garantizar a cada cual su autonomía financiera (tal y como lo plasma la Carta de los derechos humanos de la Unión europea). Permite escapar de la simple lógica del “mercado laboral” y rechazar cualquier trabajo no digno, no solidario (especialmente a nivel intra o intergeneracional), peligroso
por la salud y/o el medio ambiente, etc.: invierte la relación de fuerzas entre empresa y trabajador y, tanto de manera individual como colectiva, supone un escudo de protección a la hora de reivindicar cambios y mejoras laborales.
Mediante esta renta, la persona trabajadora, desempleada o cualquier ciudadano recupera la propiedad de su fuerza de trabajo y de invención, su subjetividad, y su capacidad para decidir dónde dedicarlas: puede dar de esta manera un peso variable al trabajo, entendido como actividad en un sentido amplio, y a otras formas de realización individual. Se invita al individuo a elegir su modo de vida, es decir a gozar de autonomía, no sólo ofreciendo la posibilidad real de disfrutar su tiempo, sino también de reorientar sus hábitos de consumo y de producción hacia la sostenibilidad y un decrecimiento de la huella ecológica.

d)La RBC permite reorientar la economía sobre bases más sostenibles y humanas.
Al efectuar una redistribución de la riqueza priorizando actividades ecológicas, sociales, culturales, artísticas, de la economía social y solidaria, etc., la RBC plantea de forma directa e indirecta una reorientación socio-económica radical. Apuesta por la creación de riqueza no material, facilitando concebir el bienestar más allá del consumismo que el productivismo trae consigo. De este modo y al liberar las nuevas fuerzas productivas, la RBC se convierte en el pilar de un nuevo sistema productivo ya que es una subvención directa a las actividades ayer consideradas como no productivas, o fuera del sector heterónomo, pero fuentes imprescindibles de riqueza social y ecológica. A través de la RBC, la ecología política construye una economía plural que deja un sitio cada vez más grande a una producción no mercantil, social y ecólogicamente útil, a la cooperación en vez de la competencia, a la gratuidad, a la reducción del tiempo de trabajo, al cuidado del entorno, es decir a una economía a escala humana y respetuosa de la biosfera.

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